UNA VISION ENTROPICA

 

Toda la diferencia entre pasado y futuro se puede reducir al solo hecho de que en el pasado la entropía del mundo era baja. ¿Y por qué la entropía era baja en el pasado? En este artículo planteo una idea para una posible respuesta, «si se quiere prestar atención a mi respuesta a esta pregunta y a su supuesto quizá muy personal». No estoy seguro de que sea la respuesta acertada, pero es una idea de la que me he enamorado. Y podría aclarar muchas cosas.

¡Somos nosotros los que giramos!

Independientemente de lo que seamos los humanos en una visión detallada, en cualquier caso no dejamos de ser pedazos de la naturaleza; una pieza en el gran mosaico del cosmos, una piececita entre muchas otras. Entre nosotros y el resto del mundo se dan interacciones físicas. Obviamente, no todas las variables interactúan con nosotros o con el fragmento de mundo al que pertenecemos. Solo una fracción muy diminuta de ellas lo hace; la mayoría no interactúan en absoluto con nosotros. No nos ven, ni nosotros las vemos a ellas. De ahí que haya configuraciones distintas del mundo que para nosotros resultan equivalentes.

La interacción física entre un vaso de agua y yo –dos trozos de mundo– es independiente de los detalles del movimiento de cada molécula de agua. De manera similar, la interacción física entre una galaxia lejana y yo –de nuevo dos trozos de mundo– ignora el detalle de lo que sucede allí arriba. Por lo tanto, nuestra visión del mundo está desenfocada, puesto que las interacciones físicas entre nosotros y la parte del mundo a la que accedemos y pertenecemos están ciegas a numerosas variables.

Este desenfoque constituye el núcleo de la teoría de Boltzmann. De él nacen los conceptos de calor y entropía, a los que están ligados los fenómenos que caracterizan el fluir del tiempo. La entropía de un sistema, en particular, depende explícitamente del desenfoque; de aquello que no veo, puesto que depende del número de configuraciones indistinguibles. Una misma configuración microscópica puede tener una elevada entropía con respecto a un desenfoque y baja con respecto a otro. El desenfoque, a su vez, no es un constructo mental: depende de la interacción física real; en consecuencia, la entropía de un sistema depende de la interacción física con dicho sistema.

Eso no significa que la entropía sea una magnitud arbitraria y subjetiva; significa que es una magnitud relativa, como la velocidad. La velocidad de un objeto no es una propiedad del objeto en sí: es una propiedad del objeto con respecto a otro. La velocidad de un niño que corre en el interior de un tren en marcha tiene un valor con respecto al tren (unos pasos por segundo) y otro valor distinto con respecto a la Tierra (por ejemplo, cien kilómetros por hora). Si su madre le dice que se esté quieto, no pretende que salte por la ventanilla para detenerse con respecto a la Tierra; pretende que se quede quieto con respecto al tren. La velocidad es una propiedad de un cuerpo en relación con otro cuerpo. Una magnitud relativa.

Lo mismo vale para la entropía: la entropía de A con respecto a B cuenta el número de configuraciones de A que las interacciones físicas entre A y B no diferencian. Aclarado este punto, que muy a menudo genera confusión, se abre una seductora solución al misterio de la flecha del tiempo. La entropía del mundo no depende solo de la configuración de este: depende también del modo como nosotros lo estamos desenfocando, lo cual depende a su vez de cuáles son las variables del mundo con las que nosotros interactuamos, esto es, de la parte del mundo a la que pertenecemos.

La entropía inicial del mundo nos parece muy baja. Pero eso no atañe al estado exacto del mundo: atañe al subconjunto de variables de este con las que nosotros, como sistemas físicos, hemos interactuado. Si la entropía del mundo era baja, lo era en relación con el drástico desenfoque producido por nuestras interacciones con el mundo, en relación con el pequeño conjunto de variables macroscópicas en función de las cuales nosotros describimos el mundo.

Esto, que es un hecho, abre la posibilidad de que tal vez no sea el Universo el que haya estado en una configuración extremadamente peculiar en el pasado: quizá los peculiares seamos nosotros, y nuestras interacciones con él. Acaso seamos nosotros quienes determinamos una descripción macroscópica peculiar. La baja entropía inicial del Universo, y, por ende, la flecha del tiempo, podrían deberse a nosotros, más que al Universo en sí. Esa es la idea.

Piense en uno de los fenómenos más evidentes y grandiosos, la rotación diurna del cielo. Es la característica más inmediata y soberbia del Universo que nos rodea: que gira. Pero ¿de verdad ese giro es una característica del Universo? Por supuesto que no. Necesitamos milenios, pero al final llegamos a comprender la rotación del cielo: descubrimos que somos nosotros quienes giramos, no el Universo. La rotación del cielo es un efecto de perspectiva debido a nuestro particular modo de movernos, y no a determinadas propiedades misteriosas de la dinámica del Universo.

En el caso de la flecha del tiempo podría ocurrir lo mismo. La baja entropía inicial del Universo podría deberse al modo peculiar como nosotros –el sistema físico del que formamos parte– interactuamos con él. Estamos sintonizados con un subconjunto muy concreto de aspectos del Universo, y sería este el que estaría orientado en el tiempo. ¿Cómo puede una interacción concreta entre nosotros y el resto del mundo determinar una baja entropía inicial?

Veamos. Coja una baraja de 12 cartas de póquer, 6 rojas y 6 negras. Ordénelas poniendo delante las 6 cartas rojas. Baraje un poco y luego busque las cartas negras que hayan terminado entre las 6 primeras al barajar. Antes de barajar no había ninguna; después su número aumenta. Es un ejemplo mínimo de incremento de la entropía. Al comienzo del juego, el número de cartas negras entre las 6 primeras es 0 (la entropía es baja), porque el juego se ha iniciado en una configuración especial. Pero probemos ahora un juego distinto. Baraje las cartas de manera arbitraria; luego mire las 6 primeras del mazo y memorícelas. Baraje un poco más, y a continuación busque otras cartas distintas que hayan quedado entre las 6 primeras. Al principio no había ninguna de ellas; luego ese número aumenta, como antes, y como la entropía. Pero hay una diferencia crucial con respecto al caso anterior: al principio las cartas estaban en una configuración cualquiera; somos nosotros quienes las hemos declarado peculiares por el hecho de verlas delante del mazo al comienzo del juego.

Lo mismo podría valer para la entropía del Universo: quizá el Universo no estuvo en una configuración peculiar. Tal vez seamos nosotros los que pertenecemos a un sistema físico con respecto al cual aquel estado resultaba ser peculiar. Pero ¿por qué habría de existir un sistema físico con respecto al cual la configuración inicial del Universo resulte ser especial? Pues porque en la inmensidad del Universo los sistemas físicos son innumerables, e interactúan unos con otros de formas aún más innumerables. Entre todos ellos, por el inmenso juego de las probabilidades y los grandes números, habrá casi con toda certeza alguno que interactúe con el resto del Universo precisamente con aquellas variables que resultaban tener un valor peculiar en el pasado.

Que en un Universo vastísimo como el nuestro haya subconjuntos «especiales» no resulta en absoluto sorprendente. No sorprende que haya alguien a quien le toca la lotería: cada semana le toca a una u otra persona. Es antinatural pensar que el Universo entero ha estado en una configuración increíblemente «especial» en el pasado, pero no tiene nada de antinatural imaginar que el Universo tiene partes «especiales». Si un subconjunto del Universo es especial en ese sentido, entonces para este subconjunto la entropía del Universo es baja en el pasado, rige la segunda ley de la termodinámica, existen la memoria y el rastro, puede haber evolución, vida, pensamiento, etcétera.

En otras palabras, si en el Universo hay algo parecido –y me parece natural que pueda haberlo–, nosotros pertenecemos a ese algo. Aquí «nosotros» significa el conjunto de variables físicas a las que normalmente tenemos acceso, con las que describimos el Universo. Así pues, quizá el fluir del tiempo no sea una característica del Universo: puede que, como la rotación de la bóveda estrellada, sea la perspectiva concreta del rincón del mundo al que pertenecemos. Pero ¿por qué nosotros deberíamos pertenecer precisamente a uno de esos sistemas especiales?

Por el mismo motivo por el que las manzanas crecen precisamente en el norte de Europa, donde la gente bebe sidra, mientras que la uva crece precisamente en el sur, donde la gente bebe vino; o por el que en el lugar donde nací las personas hablan precisamente mi lengua, o por el que el Sol que nos calienta se halla precisamente a la distancia adecuada de nosotros, ni demasiado lejos ni demasiado cerca. En todos estos casos, la «extraña» coincidencia viene del hecho de confundir la dirección de las relaciones causales: no es que las manzanas crezcan donde la gente bebe sidra, sino que la gente bebe sidra donde crecen manzanas. Dicho así, no tiene nada de extraño.

De manera similar, en la inmensa variedad del Universo puede ocurrir que haya sistemas físicos que interactúen con el resto del mundo a través de esas variables concretas que definen una baja entropía inicial. Con respecto a estos sistemas, la entropía se halla en constante aumento. Ahí, y no en otro lugar, se dan los fenómenos característicos del fluir del tiempo, es posible la vida, la evolución, nuestros pensamientos y nuestra consciencia del fluir del tiempo. Ahí están las manzanas que producen nuestra sidra: el tiempo. Ese dulce jugo, que contiene ambrosía y hiel, que es la vida.

Indicidad

Cuando hacemos ciencia, queremos describir el mundo de la forma más objetiva posible. Tratamos de eliminar distorsiones e ilusiones ópticas derivadas de nuestro punto de vista. La ciencia ambiciona la objetividad; una perspectiva común donde podamos ponernos de acuerdo. Eso es magnífico, pero hay que prestar atención a lo que se pierde al ignorar el punto de vista del observador. En su afán de objetividad, la ciencia no debe olvidar que nuestra experiencia del mundo es interna; cada mirada que posamos sobre el mundo parte, en cualquier caso, de una perspectiva concreta.

Tener en cuenta este hecho aclara muchas cosas. Por ejemplo, aclara la relación entre lo que dice un mapa geográfico y lo que vemos. Para confrontar un mapa geográfico con lo que vemos tenemos que añadir una información crucial: reconocer en dicho mapa el punto en el que nos encontramos. El mapa no sabe dónde estamos, a menos que esté fijo en un lugar de la propia zona que representa, como los mapas de senderos que se encuentran en los pueblos de montaña con un punto rojo que indica: «Usted está aquí.»

Lo cual no deja de ser una extraña frase, ya que ¿qué sabe el mapa de dónde estamos nosotros? A lo mejor lo estamos mirando de lejos con unos prismáticos. En el mapa debería indicarse más bien: «Yo, el mapa, estoy aquí», y una flecha señalando el punto rojo. Pero quizá eso sonaría un poco extraño: ¿cómo puede un mapa decir «yo»? Tal vez se podría disfrazar con una frase menos llamativa, tipo: «Este mapa está aquí», y la flecha señalando el punto rojo. Pero en este texto que hace referencia a sí mismo también hay algo que resulta curioso. ¿El qué?

Pues lo que los filósofos denominan «indicidad» o «indexicalidad». La indicidad es la característica que poseen ciertas palabras concretas que adquieren un significado distinto cada vez que se utilizan; un significado que viene determinado por dónde, cómo, cuándo y quién las pronuncia. Palabras como «aquí», «ahora», «yo», «esto», «esta noche»... adquieren un significado distinto según el sujeto que las pronuncia y las circunstancias en que se pronuncian. «Me llamo Javier De Lucas» es una frase verdadera si la digo yo, pero generalmente falsa si la dice otro. «Hoy es 5 de diciembre de 2023» es una frase verdadera en el momento en que la escribo, pero falsa dentro de unas pocas horas. Los indícicos hacen referencia explícita al hecho de que existe un determinado punto de vista; un punto de vista que es un ingrediente de toda descripción del mundo observado.

Si damos una descripción del mundo que ignora los puntos de vista, que está formulada únicamente «desde fuera» –del espacio, del tiempo, de un sujeto–, podemos decir muchas cosas, pero perdemos algunos aspectos cruciales del mundo. Porque el mundo que nos es dado es el mundo visto desde dentro, no el mundo visto desde fuera. Muchas cosas del mundo que vemos solo se comprenden si tenemos en cuenta la existencia del punto de vista, pero resultan incomprensibles en caso contrario. En cada una de nuestras experiencias estamos ubicados en el mundo: dentro de una mente, de un cerebro, en un lugar del espacio, en un momento del tiempo... Esta ubicación nuestra en el mundo es esencial para entender nuestra experiencia del tiempo. Es decir: no hay que confundir las estructuras temporales que hay en el mundo «visto desde fuera» con los aspectos del mundo que nosotros observamos, los cuales dependen de nuestra participación y nuestra ubicación en él.

Para utilizar un mapa geográfico no basta con observarlo desde fuera: hemos de saber dónde estamos nosotros en la representación que dicho mapa nos da. Para entender nuestra experiencia del espacio no basta con pensar en el espacio de Newton: hemos de recordar que nosotros vemos ese espacio desde dentro, que estamos ubicados en él. Para entender el tiempo no es suficiente concebirlo desde fuera: hemos de entender cómo nosotros, en cada instante de nuestra experiencia, estamos ubicados en el tiempo.

Observamos el Universo desde dentro, interactuando con una minúscula porción de las innumerables variables del cosmos. Vemos una imagen desenfocada de él. Y ese desenfoque implica que la dinámica del Universo con la que interactuamos está gobernada por la entropía, que mide la envergadura del desenfoque. Mide algo que nos atañe a nosotros antes que al cosmos.

Nos estamos acercando peligrosamente a nosotros mismos: a nivel fundamental, el mundo es un conjunto de acontecimientos no ordenados en el tiempo. Estos materializan relaciones entre variables físicas que a priori están en un mismo plano. Cada parte del mundo interactúa con una pequeña porción de todas las variables, cuyo valor determina «el estado del mundo con respecto a ese subsistema». Para cada parte de mundo existen, pues, una serie de configuraciones indistinguibles del resto del mundo. La entropía las cuenta. Los estados con más configuraciones indistinguibles son más frecuentes, y, debido a ello, los estados de máxima entropía son los que genéricamente describen «el resto del mundo» visto desde un subsistema. De manera natural, a dichos estados se asocia un flujo con respecto al cual aparecen en equilibrio. El parámetro de dicho flujo es el tiempo térmico. Entre las innumerables partes del mundo, sin duda hay algunas concretas para las que los estados asociados a un extremo del tiempo térmico tienen pocas configuraciones. Para esos sistemas, el flujo no es simétrico: la entropía aumenta. Ese incremento es lo que nosotros percibimos como el fluir del tiempo.

No estoy seguro de si se trata de una historia plausible, pero no conozco ninguna mejor. La alternativa es aceptar como un dato de observación el hecho de que al principio de la vida del Universo la entropía era baja, y quedarse ahí. Es la ley ΔS ≥ 0, enunciada por Clausius, que Boltzmann empezó a descifrar, la que nos conduce a ello. Tras haberla perdido en la búsqueda de las leyes generales del mundo, la reencontramos ahora como un posible efecto de perspectiva asociado a determinados subsistemas concretos.

 

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