ANTROPOCENO

 

Los años que siguieron a la desaparición de los dinosaurios comenzaron con el cálido Paleoceno, cuyo prefijo paleo (del griego «antiguo») hace referencia a su enorme edad con relación a las épocas que lo siguieron. A continuación vino el Eoceno, todavía más cálido, que vio los primeros pasos de la evolución de los mamíferos modernos. Al cabo de tres épocas más (Oligoceno, Neógeno y Plioceno), cada una de las cuales tiene una historia particular que contar sobre la evolución de la vida, nos encontramos con una Tierra que se enfría durante el Pleistoceno para llegar, por fin, al clima bondadoso del Holoceno («todo reciente»), que comenzó hace 11.700 años y que tradicionalmente ha ido abarcando el paso de los años de nuestro presente.

Pero conviene estar atentos al nuevo nombre de época con el que hace poco se ha bautizado nuestra era de los humanos. No, no es el «Plasticoceno». Una parte del crédito por promocionar el nuevo término se lo lleva el químico atmosférico y premio Nobel Paul Crutzen, pero en realidad su origen hay que buscarlo en Eugene Stoermer, un ecólogo acuático que hoy es profesor emérito en la Universidad de Michigan. «No recuerdo muy bien cómo se me ocurrió», rememoraba, sonriendo como un padre complacido pero algo sorprendido de que su hijo se haya convertido en una celebridad. «Lo usaba aquí y allá en conferencias, y al final fue prendiendo entre la gente.» No es extraño, pues el término de Stoermer define nítidamente nuestros tiempos y los del futuro cercano como una época marcada de forma indeleble por impactos antropogénicos, es decir, producidos por los humanos, y poco a poco se va filtrando y acomodando en los escritos y en el habla de científicos y legos de todo el mundo.

De modo que si usted es el tipo de persona al que le gusta alardear de estar al día de la jerga técnica que describe no ya la historia humana más reciente, sino también la de los próximos cientos de miles de años, esta es su oportunidad de impresionar a sus amigos. Dígales, en medio de una conversación casual, «Bienvenidos al Antropoceno».

Según la mayoría de las definiciones, el Antropoceno comenzó en el siglo XVIII, cuando nuestras emisiones de gases invernadero empezaron a cambiar la atmósfera de una forma significativa. Pero nuestra influencia se extiende mucho más allá del clima. La parte de la Tierra que antes quedaba a oscuras cuando estaba de espaldas al Sol hoy relumbra con miles de millones de puntos de luz que parecen luciérnagas. Según Crutzen, nuestra industria pesquera extrae cada año más de una tercera parte de la producción primaria de las aguas marinas costeras de la zona templada. Los agricultores aplican, esparcen e inyectan en sus campos con los abonos más nitrógeno del que de forma natural se deposita sobre los suelos de bosques y herbazales y en las colonias de aves de todo el mundo. Y en la actualidad la extinción de especies se produce a un ritmo que empieza a superar al de cualquier otro episodio de la historia de la vida.

Un grupo pequeño pero activo de científicos que tienen una visión del futuro a largo plazo ha comenzado a esbozar las líneas maestras de lo que el Antropoceno tiene en reserva para nosotros. Pero antes de adentrarnos en los sorprendentes detalles de lo que se nos viene encima, merece la pena recordar que no somos los únicos seres vivos que han cambiado la atmósfera en tan gran medida. Desde la perspectiva emocionalmente aséptica de un químico, no hay nada de particular o insólito en la tendencia de los humanos a contaminar su ambiente; todos los organismos producen desechos, y cuantos más organismos hay en un hábitat determinado, más desechos indeseables producen. Lo que ocurre es que nosotros, los humanos, tenemos tal capacidad para consumir recursos naturales que nuestros desechos están contaminando el planeta entero, hasta el punto de que estamos cambiando su clima. En este sentido, nos estamos convirtiendo en víctimas de nuestro propio éxito como especie.

La primera de las crisis de contaminación de este tipo fue en realidad obra de bacterias marinas, y se produjo hace poco más de 2.000 millones de años, en un tiempo en que toda la vida de la Tierra era unicelular. Las presiones de la mutación y la selección natural llevaron a algunos microbios pioneros a utilizar abundantemente una nueva forma de extraer la energía del Sol, lo que hoy llamamos fotosíntesis. Por desgracia para la mayoría de las otras formas de vida diminutas de aquel tiempo, esa biotecnología primordial también liberaba un peligroso desecho en su entorno. Ese desecho era un gas: el oxígeno libre.

El exceso de oxígeno fue contaminando poco a poco los océanos a medida que estos se iban haciendo más verdes, por el color de la clorofila, y la atmósfera se hacía más corrosiva. Rocas que antes eran grises o negras se desmoronaron en fragmentos enrojecidos a medida que el hierro que contenían se oxidaba. Las especies que no podían reparar los estragos producidos por la oxidación en sus células desaparecieron o quedaron relegadas a vivir prisioneras en los protectores lodos acuáticos. Los descendientes de aquellos refugiados microbianos todavía se esconden temerosos en los fangos fétidos de las zonas pantanosas y en los fondos desprovistos de oxígeno de ciertos lagos y mares. Nosotros mismos, aunque no seamos conscientes de ello, alojamos en los rincones recónditos de nuestro tubo digestivo legiones de benignos microorganismos adversos al oxígeno, y algunas legumbres como la soja acumulan en sus nódulos radiculares compuestos rojos que capturan el oxígeno, protegiendo a las bacterias que allí residen, que les pagan el favor aportando nutrientes nitrogenados.

Si en aquel mundo puramente microbiano hubiera existido el lenguaje, los titulares habrían anunciado la llegada de una catástrofe global de oxígeno. Tal vez los alarmistas bacterianos que advertirían de aquel primer desastre por contaminación nos describirían a nosotros, los humanos, como monstruosas versiones con dos piernas de «las cucarachas que invadirán el mundo cuando esté envenenado». Y, de hecho, es cierto que nuestros antepasados distantes y los de las modernas cucarachas solo pudieron poblar el mundo después de que el oxígeno fotosintético lo hiciera habitable para la vida animal.

Muy por encima de aquellos océanos primigenios, la nuevas moléculas engendraron nuevos productos secundarios, del mismo modo que la contaminación atmosférica en nuestros días. El oxígeno de las partes altas de la atmósfera se agregó en pesados grupos de tres, acumulándose en una capa invisible de ozono que filtraba la mayor parte de la peligrosa radiación ultravioleta del Sol. Abajo, entre tanto, algunos de los primitivos organismos unicelulares que sobrevivieron a la crisis de la contaminación por oxígeno desarrollaron vías para utilizar aquel gas venenoso como fuente de energía. Con el tiempo, los primeros e inquietos protozoos aprendieron a dominar el poder destructivo del oxígeno para convertir en alimento útil los cuerpos de sus vecinos de menor tamaño; el resto es la historia de la depredación.

En la actualidad, el gas que se emite como desecho de la fotosíntesis contamina una quinta parte del aire de nuestros pulmones y nosotros, los descendientes de aquellos primeros contaminadores, no podemos vivir sin él. Cuando el mundo cambia de una forma tan drástica, siempre hay vencedores y vencidos. En este caso, sin duda, nos encontramos entre los vencedores.

Aproximadamente mil quinientos millones de años después de la crisis del oxígeno, las primeras plantas que heredaron la tecnología solar de la fotosíntesis comenzaron a darle nuevos usos. Mientras que hasta entonces el poder de la luz del Sol solo había sustentado organismos unicelulares de vida libre, ahora las plantas terrestres, cada vez más numerosas y abundantes, la utilizaban para captar moléculas de CO2 del aire, disgregarlas y unir los átomos de carbono para urdir la trama sobre la que se tejen las ramas, los troncos, las hojas, las semillas y las esporas.

Creciendo átomo a átomo, cual cristales vivos, los bosques primigenios de los pantanos fueron haciendo acopio del preciado carbono. La vida fotosintética fue arrancando CO2 de una enrarecida sopa gaseosa en la que el elemento buscado, el carbono, era superado en una proporción de más de noventa y cinco a uno por el nitrógeno y el oxígeno. Al morir, se llevaban a su tumba de agua su preciado tesoro de carbono, y allí quedaba enterrado, cubierto por una capa tras otra de cieno, como en un mausoleo de lodo.

Cientos de millones de años más tarde, los primeros amagos del Antropoceno de Stoermer y Crutzen se iniciaron con otro episodio de contaminación biogénica. Nuestros antepasados industriales extrajeron algunos de esos depósitos de carbono, que llamaron carbón, y les prendieron fuego. Al calentarse en presencia de oxígeno, los carbonos purificados se desintegraban de nuevo en difusos enjambres de moléculas de CO2, liberando la cálida energía solar de innumerables veranos paleozoicos al tiempo que sus antiguos enlaces químicos se rompían y eran expulsados al aire.

Aunque de entrada sea indistinguible del resto de moléculas de CO2 que circulan hoy día por plantas, animales, aguas y vientos, los humos fósiles son distintos. La mayor parte del CO2 que pasa al aire a través del aliento, de los incendios forestales, de los afloramientos oceánicos o de la descomposición se recicla enseguida; la fotosíntesis de bacterias, algas y plantas absorbe cada año más o menos la misma cantidad de carbono liberado por la respiración, y en la superficie de los océanos se disuelve cada año más o menos la misma cantidad que se pierde hacia la atmósfera. A escala global, en el curso de un año solamente se pierde una pequeña fracción que queda enterrada en los sedimentos, y de los volcanes y fumarolas salen cantidades relativamente pequeñas, de modo que la cantidad de carbono en circulación normalmente varía muy poco.

El carbono de los combustibles fósiles, en cambio, es un extraño. Aunque una parte logra unirse al ir y venir de la vida moderna, la mayoría pasa a engrosar las listas de los desocupados y los ociosos, aumentando la cantidad de CO2 del aire más rápido de lo que puedan reducirla otros procesos. Justo antes de que empezara el Antropoceno, en una muestra al azar de un millón de moléculas de aire habríamos encontrado unas 280 moléculas de dióxido de carbono. Cuando escribo esto, ya encontraríamos 387 o más, muchas de las cuales salieron de las chimeneas y los tubos de escape durante los últimos doscientos cincuenta años.

¿Por qué este moderno episodio de contaminación rampante merece un nuevo nombre geológico formal? Aunque no represente más del uno por ciento de los gases de la atmósfera, el creciente exceso de CO2 está haciendo que el mundo sea más caliente de lo que sería de otro modo. Los geólogos designaron las dos últimas épocas sobre todo en función de sus condiciones climáticas; el Pleistoceno estuvo dominado por numerosos enfriamientos glaciales y el Holoceno fue el último de una serie de breves periodos interglaciares de clima más cálido, durante el cual aparecieron las primera civilizaciones humanas complejas.

Como explicaré más adelante, la contaminación con gases invernadero que se está produciendo durante el Antropoceno persistirá el tiempo suficiente para cancelar la siguiente edad de hielo, y el resultado es que esta época de la que somos responsables podría tener una duración de un orden de magnitud mayor que el Holoceno. Lo increíble de todo esto es que seremos nosotros, sobre todo los que vivimos en el siglo XXI, quienes más contribuiremos a determinar su duración. El nombre para esta época está bien elegido; esta Era de los Humanos es el producto, el telón de fondo ambiental y la marca geológica registrada de nuestra especie.

Para algunos, el Antropoceno señala el fin de la naturaleza como una entidad separada de Homo sapiens, la especie simiesca que se engendró en África hace mucho tiempo. En buena medida, esta concepción de los humanos como ocupantes privilegiados de algún plano elevado por encima del resto de las especies se remonta a la Scala Naturae (Escala de la Naturaleza) de Aristóteles, que a veces se traduce como Gran Cadena del Ser, y que puede visualizarse como una escalera o cadena de la existencia que sitúa a los animales más complejos por encima de los más simples, y a su creador celestial por encima de todos. De acuerdo con esta concepción, los seres humanos, que poseen a un tiempo rasgos físicos y metafísicos, constituyen un vínculo único que enlaza lo celestial con lo terrenal. Aún quedan vestigios de esta idea en la moderna nomenclatura biológica, que clasifica a las orquídeas, de aspecto complejo, entre las «plantas superiores» y a los musgos, de aspecto sencillo, entre las plantas inferiores. En la sociedad en general, aparece en términos como «el eslabón perdido», el teórico hombre-simio peludo que conformaría el humilde eslabón que nos uniría en la gran cadena al resto de los primates.

Para la mayoría de los biólogos de la actualidad, sin embargo, la idea de que los humanos están claramente separados de la naturaleza pertenece a la vieja escuela. Nuestra propia capacidad para cambiar el clima a una escala global, simplemente mediante la emisión de nuestros desechos cotidianos, es testimonio de nuestra íntima conexión con el entorno físico. Podría argumentarse incluso que fue precisamente este tipo de concepción antropocéntrica y miope, la idea de que nosotros, de algún modo, estamos exentos de las antiguas leyes que rigen el mundo físico, la que nos ha llevado desde un principio a meternos en tantos problemas.

Esto nos trae de vuelta a un aspecto de la revolución del Antropoceno que todavía se debate en la comunidad científica. ¿Cuándo comenzó de verdad la nueva época? Crutzen y otros como él que se centran en las emisiones industriales suelen escoger un punto de partida de mediados a finales del siglo XVIII. Algunos vinculan el principio de forma muy específica a la invención de la moderna máquina de vapor por James Watt en la década de 1760.

Otros, como el historiador del clima Bill Ruddiman, lo sitúan miles de años antes. La idea de Ruddiman ayuda a explicar una misteriosa anomalía del registro de los antiguos gases invernadero que se han preservado en las burbujas de aire atrapadas en el hielo profundo de los glaciares. Los testigos extraídos del hielo de Groenlandia y de la Antártida archivan cientos de miles de años de historia climática, y revelan una conexión íntima entre los climas pasados y los gases invernadero. Estos registros de hielo polar muestran que, en el pasado, mientras los climas oscilaban de forma violenta entre frígidas eras glaciales y cálidos interglaciares, las concentraciones de dióxido de carbono y de metano variaban de manera igualmente drástica sin que, en la mayoría de los casos, estas variaciones tuvieran nada que ver con la actividad humana.

Durante la mayor parte de la historia, las concentraciones atmosféricas de estos dos gases invernadero fluctuaron casi al unísono, pero ocurrió algo extraño durante la época cálida del Holoceno, que comenzó con un abrupto final del último gran episodio de frío, hace 11.700 años. Tras un pico térmico inicial, las temperaturas comenzaron a regresar lentamente hacia la tendencia de enfriamiento a largo plazo. Sin embargo, hace unos 8.000 años, el contenido de CO2 del aire comenzó a aumentar de nuevo en lugar de descender, como solía hacer durante los enfriamientos en el pasado lejano. Varios miles de años más tarde, el metano también comenzó a aumentar independientemente. Ruddiman propone que el insólito aumento de CO2 refleja un proceso a gran escala de quema de bosques y roturación de tierras para la agricultura, y que el aumento posterior de metano se produjo como respuesta a la expansión en Asia del cultivo del arroz en pantanos artificiales donde este gas bullía. De ser así, los impactos de los humanos sobre el clima habrían comenzado hace unos 8.000 años.

Aun otros opinan que los efectos sobre el clima no deben ser los únicos criterios para seguir la historia de los impactos de los humanos sobre la Tierra. La mayoría de los biohistoriadores creen que los cazadores de la Edad de Piedra exterminaron a los mastodontes y a los perezosos gigantes terrestres, junto a muchos otros mamíferos de gran tamaño, hace aproximadamente de 10.000 a 15.000 años, y que su desaparición alteró de una forma fundamental y artificial los ecosistemas en todo el planeta. Solo en Norteamérica, más de la mitad de las especies de mamíferos de más de 30 kg se desvanecieron, y las de más de 900 kg fueron barridas completamente. Así que no sería descabellado sugerir que nos olvidemos de la época geológica del Holoceno y la juntemos al Antropoceno.

Pero a la mayoría de nosotros no nos interesa tanto cuándo empezó el Antropoceno como averiguar qué nos deparará en el futuro. Del mismo modo que los fósiles y los testigos de hielo nos permiten vislumbrar el mundo tal como fue en otro tiempo, la nueva ciencia de la predicción climática a largo plazo nos ofrece un sugestivo esbozo de lo que está por venir. En ese esbozo ya se perfila la forma básica del futuro, y podemos usarla para contar la historia completa de la contaminación con carbono de principio a fin, en lugar de conformarnos con la porción relativamente corta que hoy predomina en nuestro pensamiento colectivo. El ritmo de la mayoría de esos eventos futuros es pausado en la escala de nuestra experiencia cotidiana, pero los efectos acumulados que a la larga tendrán sobre los ecosistemas y las sociedades serán enormes y perdurarán durante muchísimo tiempo.

¿Y qué es lo que nos espera? Tendremos que aguardar a que el tiempo nos desvele los detalles de los sistemas políticos, las tecnologías, las interacciones sociales y los estilos de vida del futuro; nunca se sabe lo que va a hacer el Homo sapiens. Pero muchas características del mundo físico son mucho más predecibles. Durante el próximo siglo nos espera una elección simple: o cambiamos a combustibles no fósiles lo antes posible, o quemamos las reservas que nos quedan y nos vemos forzados a cambiar algo más tarde. En cualquier caso, las concentraciones de gases invernadero probablemente alcanzarán un máximo algo antes del año 2400, para luego estabilizarse al tiempo que disminuyen nuestras emisiones, ya sea porque decidimos reducir el consumo, ya porque escaseen los combustibles. El paso del pico de contaminación con CO2 desencadenará un lento «latigazo» en el que la tendencia al calentamiento global alcanzará su nivel máximo y pasará a una recuperación a largo plazo que enfriará las temperaturas hasta devolverlas a los niveles preindustriales del siglo XVIII. Pero ese proceso durará decenas o incluso centenares de miles de años. Cuantos más combustibles fósiles quememos, más subirán las temperaturas y más larga será la recuperación.

La contaminación con CO2, sin embargo, está relacionada con mucho más que con el cambio climático. El dióxido de carbono acidificará poco a poco la mayor parte de los océanos, o todos, a medida que estos absorban del aire toneladas de emisiones de combustibles fósiles. Esa perturbación química amenaza con debilitar e incluso disolver los esqueletos de innumerables corales, moluscos, crustáceos y de muchos microorganismos, y su pérdida, a su vez, amenazará a otras formas de vida que interactúan con ellas. En cierto modo, esta situación se parece a la contaminación de la atmósfera primigenia por el oxígeno producido por la vida microbiana de los océanos, solo que al revés; estamos respondiendo 2.000 millones de años más tarde con nuestro propio gas corrosivo, que ahora pasa del aire a los océanos. Con el tiempo, la capacidad de neutralización de los ácidos de las rocas y suelos de la Tierra devolverá a los océanos sus condiciones químicas normales, pero la pérdida de biodiversidad marina ocasionada por los ácidos se contará entre los efectos más impredecibles, potencialmente destructivos e irreversibles de la contaminación con carbono durante el Antropoceno.

Antes de que acabe este siglo, el océano Ártico perderá el hielo en verano, y las pesquerías de mar abierto que se desarrollarán en su ausencia persistirán durante miles de años, cambiando de forma radical la faz del Polo Norte y la dinámica del comercio internacional. Pero cuando las concentraciones de CO2 vuelvan a bajar lo suficiente, el Ártico volverá a helarse, destruyendo lo que para entonces se habrá convertido en ecosistemas libres de hielo, culturas y economías «normales».

La mayor parte de los hielos de Groenlandia y de la Antártida, si no todos, se fundirán a lo largo de muchos siglos; al final, la magnitud de esta reducción dependerá de cuántos gases invernadero emitamos en el futuro cercano. A medida que los márgenes de las capas de hielo actuales retrocedan desde las costas, se abrirán a la colonización, la agricultura, la pesca y la minería nuevos paisajes y cursos de agua.

El nivel del mar seguirá aumentando durante mucho tiempo después del máximo de CO2 y temperatura. El cambio será demasiado lento para que la gente pueda observarlo directamente, pero con el tiempo irá inundando de forma gradual regiones costeras hoy muy pobladas. Después comenzará una larga recuperación del clima, un enfriamiento global gradual que irá retirando las aguas de los continentes. Pero esa retirada inicial será incompleta, porque una gran cantidad de los hielos terrestres se habrá fundido y habrá ido a parar a los océanos. En algún momento del futuro profundo, el nivel del mar llegará a estabilizarse a unos 70 m por encima del nivel actual, atrapado en un nuevo punto de equilibrio que refleja la intensidad y duración de la fusión de los hielos. Solo después de varios miles de años de enfriamiento y reconstrucción glacial, los océanos volverán a estar donde los vemos ahora.

Hemos impedido la siguiente edad de hielo. Las fluctuaciones naturales de los ciclos climáticos sugieren que debería producirse otra glaciación en el plazo de unos 50.000 años. Debería. Pero gracias a la longevidad de nuestra contaminación con gases invernadero, la próxima glaciación no se producirá hasta que los restos de nuestras emisiones de carbono se reduzcan lo suficiente, quizá de aquí a 130.000 años, y posiblemente mucho más tarde. La influencia sostenida de nuestras acciones actuales sobre un futuro inmensamente lejano añade un nuevo e importante componente a la ética de la contaminación con carbono. Si solo consideramos los próximos siglos de una forma aislada, el cambio climático es sobre todo negativo. Pero ¿y si nos fijamos en el resto de la historia? En la escala de la justicia ambiental, ¿cómo debemos juzgar unos cuantos siglos de cambios inminentes y decididamente ingratos frente a muchos milenios del futuro rescatados de la devastación de una edad de hielo?

Vivimos en un punto de inflexión de la historia, en lo que algunos han llamado «crisis del carbono», una encrucijada decisiva en la que nuestros pensamientos y acciones revisten una importancia inusitada para el futuro a largo plazo del mundo. No todo está perdido, el cambio climático no está en la lista de los peligros más mortíferos para la mayoría de los humanos; es casi seguro que el Homo sapiens estará aquí para experimentar los efectos ambientales del Antropoceno desde el principio hasta el fin. Y así debe ser, dado que somos nosotros quienes hemos iniciado esta nueva época.

Pero, entonces, ¿por qué debe importarnos el futuro lejano? La razón es simple. Aunque los humanos sobreviviremos como especie, hoy nos enfrentamos a la responsabilidad de determinar el futuro climático en el que vivirán nuestros descendientes. No será fácil reducir al mínimo nuestra contaminación con carbono, pero si no adoptamos esa vía de actuación heroica y controlamos nuestro comportamiento colectivo, es probable que nos lleve a nosotros y a nuestros descendientes a unas condiciones extremas de calentamiento, aumento del nivel del mar y acidificación de los océanos como no se han visto en la Tierra desde hace millones de años. Además, para la mayoría de las especies, las perspectivas son mucho más preocupantes que para los humanos. Ya se han producido en el pasado cambios ambientales severos sin que nosotros tuviéramos nada que ver con ello, pero la situación a la que ahora nos enfrentamos nosotros y las especies que comparten con nosotros el planeta es única en la historia de la Tierra.

Bienvenido, pues, a este vistazo a nuestro futuro profundo. Bienvenido al Antropoceno.

 

                                                                                                                                          © 2023 JAVIER DE LUCAS

 

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