LA PARTICULA DE DIOS

León Lederman, fallecido en 2018, fue uno de los más grandes físicos experimentales del mundo, y obtuvo el premio Nobel en Física en 1988 por descubrir que existe más de un tipo de neutrino. Si no lo hubiese recibido por eso, otros muchos de sus logros lo habrían merecido también, incluido el descubrimiento de un nuevo tipo de quark. Solo se conocen tres neutrinos y seis quarks, lo cual da una idea de que descubrimientos como estos no se producen precisamente todos los días. En su tiempo libre ha ocupado el puesto de director del Fermilab y ha fundado la Academia de Matemáticas y Ciencia de Illinois. Lederman fue también un personaje carismático, famoso entre sus colegas por su sentido del humor y su talento como narrador.

Pero, para el gran público, Lederman es más conocido por algo mucho menos afortunado: ofrecer al mundo la expresión «partícula divina» para referirse al bosón de Higgs. De hecho, ese es el título del libro sobre Física de partículas y la búsqueda del Higgs que escribió con Dick Teresi. Como los autores explican en el primer capítulo del libro, eligieron esa expresión en parte porque «el editor no nos dejó llamarlo “La partícula maldita”, aunque ese habría sido un título más apropiado, teniendo en cuenta su perversa naturaleza y todo el dinero que se está gastando en buscarla».

Los físicos de todo el mundo, un colectivo cuya tendencia a la división es bien conocida, están felizmente de acuerdo en una cosa: Odian la expresión «partícula divina». Peter Higgs, en quien se inspira la denominación más tradicional, dijo: «La verdad es que ese libro me molestó bastante. Y creo que no fue solo a mí».

Entretanto, los periodistas de distintos lugares del mundo, a los que también les cuesta bastante ponerse de acuerdo, coinciden en una sola cosa: les encanta el nombre de «partícula divina». Si lee un artículo en la prensa generalista sobre el bosón de Higgs, puede apostar lo que quiera a que en algún momento su autor se referirá a él como la partícula divina. Los periodistas tienen poca parte de culpa. Hay que reconocer que, como nombre, «partícula divina» tiene muchísimo más tirón que «bosón de Higgs», que suena bastante indescifrable. Pero tampoco se puede culpar a los físicos. El Higgs no tiene absolutamente nada que ver con Dios. Simplemente es una partícula muy importante, digna de la emoción que suscita, aunque dicha emoción no alcance las cotas del éxtasis religioso.

Aun así, es comprensible por qué los físicos pueden sentir la tentación de otorgar un estatus de divinidad a esta humilde partícula elemental, incluso aunque carezca completamente de cualquier implicación teológica. (¿De verdad alguien puede pensar que Dios tiene alguna partícula elemental favorita?) La relación que los físicos mantienen con Dios es complicada y viene de largo. No solo con el hipotético ser omnipotente que creó el Universo, sino con la propia palabra «Dios». Cuando hablan del Universo, los físicos utilizan a menudo la idea de Dios para expresar algo sobre el mundo físico.

Es famoso el caso de Einstein. Entre las citas más memorables de este eminente científico están: «Quiero conocer los pensamientos de Dios; el resto son detalles» y, por supuesto, «Estoy convencido de que Dios no juega a los dados con el Universo». En 1992, un satélite de la NASA llamado COBE (Cosmic Background Explorer: Explorador del Fondo Cósmico) tomó una imágenes asombrosas de las diminutas perturbaciones que constituyen los vestigios del big bang en la radiación cósmica de fondo. La importancia del acontecimiento llevó a George Smoot, uno de los investigadores que trabajaban en el COBE, a decir: «Si uno es religioso, esto es como ver a Dios». Stephen Hawking, en el último párrafo de su best seller "Historia del tiempo", tampoco evita utilizar un lenguaje teológico:

 "No obstante, si descubrimos una teoría completa, con el tiempo habrá de ser, en sus líneas maestras, comprensible para todos y no únicamente para unos pocos científicos. Entonces todos, filósofos, científicos y la gente corriente, seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué existe el Universo y por qué existimos nosotros. Si encontrásemos una respuesta a esto, sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios."

Históricamente, algunos de los físicos más influyentes han sido muy religiosos. Isaac Newton, posiblemente el científico más grande de todos los tiempos, era un cristiano devoto aunque heterodoxo, que dedicaba tanto tiempo a estudiar e interpretar la Biblia como a la Física. En el siglo XX tenemos el ejemplo de Georges Lemaître, un cosmólogo que desarrolló la teoría del «átomo primigenio» (que ahora se conoce como «modelo del big bang»). Lemaître era sacerdote y profesor en la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica. En el modelo del big bang, el Universo observable surgió en un momento singular de densidad infinita hace aproximadamente 13.700 millones de años; según la narración cristiana, Dios creó el Universo en algún momento del tiempo. Existen evidentes semejanzas entre ambas historias, pero Lemaître siempre se cuidó mucho de no mezclar su religión con la Ciencia. El papa Pío XII sugirió que el átomo primigenio podría identificarse con el «hágase la luz» del Génesis, pero el propio Lemaître le convenció para que abandonase esa línea de razonamiento.

Sin embargo, hoy en día, la mayoría de los físicos son mucho menos proclives a creer en Dios que la ciudadanía en general. Cuando te ganas la vida estudiando el funcionamiento del mundo natural, es muy normal que te impresione lo bien que se las apaña el Universo para funcionar por sí solo, sin ninguna intervención sobrenatural. Existen, qué duda cabe, llamativos ejemplos de científicos religiosos, pero es igualmente indudable que, en su trabajo, los físicos se las arreglan perfectamente sin necesidad de introducir, en las ecuaciones, nada ajeno al mundo natural.

Hablando de Dios

Si los físicos no creen tanto en Dios, ¿por qué siguen hablando de Él? Por dos razones, de hecho, una buena y otra no tanto. La buena razón es simplemente que Dios es una metáfora muy conveniente para hablar del Universo. Cuando Einstein dice: «Quiero conocer los pensamientos de Dios», no está pensando literalmente en el ser sobrenatural que el Papa se imagina. Expresa un deseo de conocer los mecanismos fundamentales de la realidad. El Universo posee una característica asombrosa: tiene sentido. Si estudiamos lo que le sucede a la materia en diversas circunstancias, encontramos asombrosas regularidades que aparentemente no se violan jamás. Cuando concluimos que dichas regularidades son reales más allá de cualquier duda razonable, las llamamos «leyes de la naturaleza».

Las leyes de la naturaleza son muy interesantes de por sí, pero también lo es el mero hecho de que existan tales leyes. Las que hemos descubierto hasta la fecha toman la forma de precisas y elegantes proposiciones matemáticas. Al físico Eugene Wigner le impresionaba tanto esta característica de la realidad que hablaba de la «irrazonable efectividad de las matemáticas en la Física». Nuestro Universo es algo más que una amalgama de materia que se comporta de manera aleatoria; es la evolución muy ordenada y predecible de determinados constituyentes de la materia, una intrincada coreografía de partículas y fuerzas.

Cuando los físicos se refieren metafóricamente a Dios, no hacen otra cosa que dejarse llevar por la natural tendencia humana a personificar el mundo natural, a darle un rostro humano. Queremos saber cuáles son esas leyes. Siendo aún más ambiciosos, nos gustaría saber si esas leyes podrían haber sido diferentes: ¿son las leyes de la naturaleza existentes solo unas de entre un conjunto de muchas posibles, o hay algo que hace que nuestro mundo sea único y especial? No sabemos si podremos o no dar respuesta a una pregunta tan imponente, pero cosas así son las que despiertan la imaginación de los científicos.

La otra razón por la que los científicos sucumben y acaban hablando de Dios es algo menos noble: las relaciones públicas. Llamar al bosón de Higgs «partícula divina» puede ser tremendamente inexacto, pero desde el punto de vista del marketing es una genialidad. Los físicos reaccionan ante la expresión «partícula divina» con horror y desprecio, pero a la gente le llama la atención, razón por la cual se seguirá empleando, aun cuando todos los periodistas que cubren el mundo de la Ciencia sepan perfectamente lo que los científicos piensan de ella.

«Partícula divina» hace que la gente se detenga y preste atención. Una vez acuñada la expresión, no hay manera de que quien intente explicar este concepto esotérico a un público cuya atención se ve sometida a constantes exigencias deje de utilizarla. Si dices que estás buscando el bosón de Higgs, mucha gente cambiará de canal, pero si dices que estás buscando la partícula divina, la gente al menos prestará atención mientras les explicas a qué te refieres. De vez en cuando, el uso de un lenguaje llamativo como este hace que los científicos se metan en problemas. En 1993, cuando Estados Unidos aún pensaba en construir el Supercolisionador Superconductor, que habría sido más potente que el LHC, el premio Nobel Steven Weinberg compareció ante el Congreso para explicar las virtudes de esa nueva máquina. En un momento dado, las preguntas tomaron un cariz imprevisto:

Congresista Harris Fawell (Republicano, por Illinois): A veces me gustaría que pudiésemos resumirlo todo en una sola palabra, aunque sé que eso es imposible. Quizá era eso a lo que usted, doctor Weinberg, se refería, no estoy seguro, pero esto es lo que anoté. Dijo usted que sospecha que el hecho de que existan leyes que gobiernan la materia no es en absoluto casual, y yo apunté lo siguiente: «¿Nos permitirá eso encontrar a Dios?». Estoy convencido de que no era eso lo que usted quería decir, pero sin duda nos permitiría comprender mucho mejor el Universo, ¿no es así?    

Congresista Don Ritter (Republicano, por Pensilvania): ¿Me permitiría su señoría tomar la palabra? Si así fuese, me gustaría decir brevemente...

Fawell: No estoy seguro de querer hacerlo.

Ritter: Si la máquina es capaz de eso que dice, estoy dispuesto a cambiar de opinión y apoyar su construcción.

Weinberg no cometió la torpeza de referirse al bosón de Higgs como la partícula divina durante su testimonio ante el Congreso, pero el atractivo de la metáfora es tal que, al hablar del funcionamiento de la realidad, uno acaba planteándose una pregunta como esa. Para despejar cualquier ambigüedad que aún pudiese quedar: nada de lo que podamos encontrar en el LHC, o de lo que hubiéramos podido descubrir en el Supercolisionador Superconductor, nos permitirá encontrar a Dios. Pero sí estaremos más cerca de comprender las leyes últimas de la naturaleza.

La pieza final

Lederman y Teresi no le pusieron al bosón de Higgs el sobrenombre de "partícula divina" únicamente porque sabían que llamaría la atención (aunque probablemente la idea se les pasó por la cabeza). Al fin y al cabo, esa vistosa denominación suscitó reacciones favorables y adversas a partes iguales. Así lo expresan en el prólogo de la edición revisada de su libro: «El título acabó ofendiendo a dos grupos: aquellos que creen en Dios, y  los que no creen. Quienes se encuentran entre ambos extremos nos acogieron cordialmente».

Lo que pretendían era expresar la importancia del bosón de Higgs. Por lo que sabemos, el Universo no tiene ningún «final», ya sea en algún lugar del espacio o en algún momento futuro en el tiempo. Y, si no existe un lugar donde pueda decirse que el Universo acaba, no hay ninguna razón para pensar que uno podría encontrar una partícula allí. Y, si así fuese, no hay motivo para pensar que sería el bosón de Higgs. Pero, una vez más, estamos hablando en sentido metafórico. El Higgs no se encuentra al «final del Universo», ya sea espacial o temporal, sino al final de una explicación. Es la pieza final del rompecabezas que explica cómo funciona a un nivel profundo la materia ordinaria que forma nuestro mundo cotidiano. Algo de gran importancia. El Higgs no es la pieza que falta en el rompecabezas que explica absolutamente todas las cosas. Aun después de encontrar el Higgs y medir sus propiedades, queda mucha Física por entender. Para empezar, está la gravedad: toda una fuerza de la naturaleza que aún no somos capaces de reconciliar con las exigencias de la mecánica cuántica, y no esperamos que el Higgs nos ayude a hacerlo.

También están la materia oscura y la energía oscura, misteriosas sustancias que permean todo el Universo y que siguen resistiéndose a la detección directa aquí en la Tierra. Existen otras hipotéticas partículas exóticas, de esas que a los físicos teóricos les encanta inventarse pero de las que a día de hoy no tenemos prueba alguna. Y están, ni que decir tiene, todas las áreas de la Ciencia que presentan sus propias dificultades, para cuya resolución la Física de partículas no aporta nada fundamental, desde la Física atómica y molecular a la Química, la biología y la geología, hasta llegar a la sociología, la psicología o la economía. El deseo humano de entender el mundo no quedará plenamente satisfecho solo porque hayamos descubierto el bosón de Higgs.

Una vez expuestas todas estas cláusulas de exención de responsabilidad, hagamos hincapié de nuevo en el papel singular del Higgs: Es la parte final del Modelo Estándar de la Física de partículas. El Modelo Estándar explica todo lo que experimentamos en nuestras vidas cotidianas (aparte de la gravedad, que es bastante fácil de incorporar). Quarks, neutrinos y fotones: calor, luz y radiactividad; mesas, ascensores y aviones; televisores, ordenadores y teléfonos móviles; bacterias, elefantes y personas; asteroides, planetas y estrellas. Todos ellos son simplemente aplicaciones del Modelo Estándar en distintas circunstancias. Es la teoría completa de la realidad más inmediata. Y todo encaja perfectamente, superando una extraordinaria variedad de pruebas experimentales, siempre que el bosón de Higgs exista. Sin el Higgs, o algo aún más extraño que ocupe su lugar, el Modelo Estándar se vendría abajo.

Descubriendo dónde está el truco

Hay algo sospechoso en todas estas afirmaciones sobre lo importante que es el Higgs. Al fin y al cabo, antes de que lo hubiésemos encontrado efectivamente, ¿cómo sabíamos lo importante que era? ¿Qué era lo que nos llevaba a seguir hablando de las propiedades de una partícula hipotética que nadie había observado? Imagine que asiste al espectáculo de un muy buen mago, que realiza un truco de cartas asombroso, en el que un naipe levita misteriosamente en el aire. El truco le deja desconcertado, aunque está absolutamente convencido de que el mago no ha utilizado poderes místicos para hacer que la carta levite. Como usted es inteligente y tenaz, le sigue dando vueltas hasta que encuentra una manera en la que el mago lo podría haber hecho, atando un hilo delgado a la carta. De hecho, se le ocurren otras posibilidades, que incluyen chorros de aire y bombas de calor, pero la opción del hilo es a la vez sencilla y plausible. Llega incluso a reproducir el truco en casa, y se convence de que utilizando el hilo apropiado puede hacerlo tan bien como el mago.

Pero vuelve a ver la actuación del mago, y de nuevo ve cómo levita la carta. Su versión es muy parecida a la que ha hecho en casa aunque, por mucho que lo intente, no consigue ver el hilo. El bosón de Higgs del Modelo Estándar es como ese hilo. Durante mucho tiempo fuimos incapaces de verlo directamente, aunque sí veíamos sus efectos. O, mejor aún, observábamos propiedades del mundo que se explican perfectamente si existe, pero carecen de sentido si no es así. Sin el bosón de Higgs, partículas como el electrón tendrían una masa nula y se moverían a la velocidad de la luz. Pero el caso es que tienen masa y se mueven más despacio. Sin el bosón de Higgs, muchas partículas elementales serían idénticas entre sí, pero lo que sucede de hecho es que son manifiestamente distintas, que poseen masas y tiempos de vida distintos. Con el Higgs, entendemos perfectamente todas estas características de la Física de partículas.

En estas circunstancias, tanto en el caso de la carta que levita como en el del bosón de Higgs, caben dos opciones: O bien nuestra teoría es correcta o bien una teoría aún más interesante y elaborada es la correcta. Los efectos son reales: la carta flota, las partículas tienen masa. Tiene que haber una explicación. Si es la más sencilla, nos congratularemos de nuestra agudeza; si es algo más complicado, habremos aprendido algo muy interesante. Puede que la partícula que el LHC ha encontrado haga una parte de lo que esperábamos que hiciese el Higgs, pero no todo; o puede que la labor del Higgs la lleven a cabo varias partículas, de las cuales solo hemos encontrado una. En cualquier caso, siempre que acabemos entendiendo qué es lo que sucede, salimos ganando. 

Fermiones y bosones

 

Veamos si somos capaces de traducir toda esta exaltación metafórica sobre lo importante que es el bosón de Higgs en una explicación más concreta de lo que se supone que la partícula en realidad hace. Hay dos tipos de partículas: las que componen la materia, conocidas como «fermiones», y las que transportan las fuerzas, llamadas «bosones». La diferencia entre ambas es que los fermiones ocupan espacio, mientras que los bosones se pueden acumular unos sobre otros. No se pueden colocar un montón de fermiones idénticos en el mismo lugar; las leyes de la mecánica cuántica no lo permitirían. Esa es la razón por la que los objetos sólidos, como las mesas y los planetas, están formados por conjuntos de fermiones: estos no se pueden aplastar unos encima de otros.

En concreto, cuanto menor es la masa de la partícula, mayor es el espacio que ocupa. Los átomos están formados a partir de solo tres tipos de fermiones, quarks up, quarks down y electrones, que se mantienen unidos por las fuerzas. El núcleo, compuesto por protones y neutrones, que a su vez están formados por quarks up y down, es relativamente pesado, y ocupa un volumen de espacio relativamente pequeño. Los electrones, por su parte, son mucho más ligeros (su masa es alrededor de 2.000 veces menor que la del protón o el neutrón) y ocupan mucho más espacio. En realidad, son los electrones de los átomos los que hacen que la materia sea sólida.

Los bosones no ocupan ningún espacio. Dos bosones, o dos billones de bosones, pueden encontrarse exactamente en la misma posición, unos encima de otros. Ese es el motivo por el que los bosones son las partículas que transmiten las fuerzas: pueden combinarse para dar lugar a un campo macroscópico, como el campo gravitatorio que nos mantiene unidos a la Tierra, o el campo magnético que desvía la aguja de una brújula.

Los físicos suelen utilizar las palabras «fuerza», «interacción» y «acoplamiento» de manera prácticamente intercambiable, lo cual es consecuencia de una de las verdades profundas descubiertas por la Física del siglo XX: las fuerzas se pueden entender como el resultado del intercambio de partículas. (Como veremos, esto es equivalente a decir: «como el resultado de las vibraciones de los campos».) Cuando la Luna siente la atracción gravitatoria de la Tierra, podemos imaginar que hay gravitones que pasan de uno a otro cuerpo. Cuando un electrón es atrapado por un núcleo atómico, es porque ambos han intercambiado fotones. Pero estas fuerzas son también responsables de otros procesos en los que intervienen las partículas, como su aniquilación o su desintegración, no solo la atracción y la repulsión. Cuando se desintegra un núcleo radiactivo, podemos achacar ese evento a la acción de las fuerzas nucleares, fuerte o débil, dependiendo de cuál sea el tipo de desintegración que se produzca. En Física de partículas, las fuerzas son responsables de una amplia variedad de situaciones.

Aparte del Higgs, conocemos cuatro tipos de fuerzas, cada una de las cuales lleva asociadas sus propias partículas bosónicas. Tenemos la gravedad, asociada con una partícula denominada «gravitón». Es verdad que aún no hemos observado ningún gravitón por separado, por lo que no se le suele incluir al hablar del Modelo Estándar, aunque sí detectamos la fuerza de la gravedad cada día que no salimos flotando hacia el espacio. Pero, puesto que la gravedad es una fuerza, las reglas fundamentales de la mecánica cuántica y de la relatividad prácticamente garantizan que existen partículas asociadas a ella, por lo que utilizamos el término «gravitón» para referirnos a esas partículas que aún no hemos visto individualmente. La forma en que la gravedad actúa como una fuerza sobre otras partículas es bastante sencilla: cada partícula atrae a todas las demás (aunque muy débilmente).

También está el electromagnetismo (en el siglo XIX, los físicos se dieron cuenta de que los fenómenos de la «electricidad» y el «magnetismo» eran dos versiones distintas de la misma fuerza básica). Las partículas asociadas con el electromagnetismo se denominan «fotones», y las vemos directamente todos los días. Las partículas que interaccionan con el electromagnetismo están «cargadas», mientras que las que no lo hacen son «neutras». Las cargas eléctricas pueden ser positivas o negativas: las del mismo signo se repelen, mientras que las de signos opuestos se atraen. Esta capacidad que poseen las cargas de repelerse mutuamente es absolutamente fundamental para el funcionamiento del Universo. Si el electromagnetismo fuese únicamente atractivo, todas las partículas se atraerían entre sí y lo único que haría la materia del Universo sería fundirse en un agujero negro gigante. Por suerte, tenemos tanto repulsión como atracción electromagnéticas, lo que hace que la vida sea interesante.

Fuerzas nucleares

Tenemos también las dos fuerzas «nucleares», así llamadas porque (a diferencia de la gravedad y el electromagnetismo) su alcance se limita a distancias muy reducidas, comparables al tamaño del núcleo atómico o menores. Está la fuerza nuclear fuerte, que mantiene unidos los quarks en el interior de los protones y los neutrones, y cuyas partículas reciben el nombre de «gluones». La fuerza nuclear fuerte es (como era de suponer) muy intensa, e interacciona con los quarks pero no con los electrones. Los gluones no tienen masa, como los fotones y los gravitones. Cuando las partículas que transmiten una fuerza carecen de masa, cabe esperar que su influencia sea de largo alcance, pero de hecho el de la fuerza nuclear fuerte es muy reducido.

En 1973, David Gross, David Politzer y Frank Wilczek demostraron que esta fuerza posee una sorprendente propiedad: la intensidad de la atracción entre dos quarks aumenta cuando crece la distancia entre ellos. Por tanto, para separar dos quarks hace falta cada vez más energía, tanta que llega un momento en que se crean más quarks. Es como estirar una goma, cada uno de cuyos extremos representa un quark. Podemos tirar de ambos extremos, pero nunca conseguiremos quedarnos solo con uno de ellos, sino que, si la tira se rompe, se crearán dos nuevos extremos. Análogamente, nunca podremos ver un solo quark libre; siempre están confinados (junto con los gluones) dentro de partículas más pesadas. Estas partículas compuestas, formadas por quarks y gluones, se denominan «hadrones» (de ahí procede la hache en las siglas LHC). Gross, Politzer y Wilczek compartieron el premio Nobel de 2004 por este descubrimiento.

La fuerza nuclear débil hace honor a su nombre. Aunque no tiene un papel muy relevante en nuestro entorno inmediato en la Tierra, sí es importante para la existencia de la vida: contribuye a que el Sol brille. La energía solar proviene de la conversión de protones en helio, lo que requiere que parte de esos protones se conviertan en neutrones, cosa que sucede mediante la interacción débil. Pero aquí en la Tierra, salvo que te dediques a la Física de partículas o a la Física nuclar, es poco probable que veas la fuerza débil en acción.

Los bosones que transportan la fuerza débil son de tres tipos. Está el bosón Z, que es eléctricamente neutro, y dos bosones W distintos, uno con carga eléctrica positiva y otro con carga negativa, denominados W+ y W-, para abreviar. Los bosones W y Z son bastante pesados para lo que es habitual entre las partículas elementales (pesan aproximadamente como un átomo de zirconio, lo que significa que es difícil producirlos y que se desintegran bastante rápido y ayuda a explicar por qué las interacciones débiles son tan tenues.

En el lenguaje cotidiano, utilizamos la palabra «fuerza» para referirnos a cosas de lo más variado: la fuerza de rozamiento cuando algo se desliza, la fuerza de impacto cuando chocamos contra un muro, la fuerza de la resistencia del aire cuando una pluma cae hacia el suelo. Se habrá dado cuenta de que ninguna de esas aparece en nuestra lista de cuatro fuerzas de la naturaleza, y de que tampoco tienen bosones asociados a ellas. Esa es la diferencia entre la Física de las partículas elementales y el uso coloquial. Todas las «fuerzas» macroscópicas que experimentamos en nuestra vida cotidiana, desde la aceleración cuando pisamos el pedal del coche al tirón en la correa cuando el perro de pronto ve una ardilla y sale disparado a por ella, surgen en última instancia como complicados efectos colaterales de las fuerzas fundamentales. De hecho, con la notable excepción de la gravedad (que es bastante sencilla, ya que empuja todas las cosas hacia abajo), todos estos fenómenos cotidianos no son más que manifestaciones del electromagnetismo y de sus interacciones con los átomos. Este es el logro de la Ciencia moderna: reducir la maravillosa variedad del mundo que nos rodea a unos pocos ingredientes básicos.

Los campos se extienden por todo el Universo

De esas cuatro fuerzas, una ha destacado desde siempre como algo raro: la fuerza débil. La gravedad tiene sus gravitones, el electromagnetismo sus fotones y la fuerza fuerte sus gluones; un tipo de bosones por cada fuerza. La fuerza débil viene con tres bosones diferentes: el Z, neutro, y los dos W, con carga. Y además, esos bosones son responsables de comportamientos extraños. Emitiendo un bosón W, un fermión de un tipo puede transformarse en uno de otra clase: un quark down puede lanzar un W- y transformarse en un quark up. Los neutrones, que están compuestos de dos downs y un up, se desintegran cuando están solos fuera del núcleo (uno de sus quarks down emite un W- y el neutrón se convierte en un protón, que consta de dos ups y un down). Ninguna de las otras fuerzas altera la identidad de las partículas con las que interactúa.

Las interacciones débiles, en resumen, son un lío. Y el motivo es sencillo: el Higgs. El Higgs es fundamentalmente diferente de todos los demás bosones. Los otros surgen porque existe en la naturaleza algún tipo de simetría que conecta lo que sucede en distintos puntos del espacio. Una vez que creemos en esas simetrías, los bosones son prácticamente inevitables. Pero el Higgs no es así en absoluto. No hay ningún principio profundo que exija su existencia, pero existe de todos modos.

Después de que el LHC anunciase el descubrimiento del Higgs el 4 de julio de 2012, hubo centenares de propuestas para explicar cuál era su significado. El motivo principal por el que esta tarea supone un reto tan grande es que, en realidad, lo más interesante no es el propio bosón de Higgs, sino el campo de Higgs del que surge. Es un hecho de la Física que todas las distintas partículas en realidad surgen de sendos campos. Es la teoría cuántica de campos, el marco básico de todo lo que hacen los físicos de partículas. Sin embargo, la teoría cuántica de campos no es algo que se enseñe a los jóvenes en el instituto. Ni siquiera se suele explicar en los libros de divulgación de Física, donde sí se habla de partículas, de mecánica cuántica y de relatividad, aunque rara vez nos adentramos en las maravillas de la teoría cuántica de campos que subyace en todo lo demás. Pero, cuando se trata del bosón del Higgs, ya no podemos ocultar por más tiempo que en última instancia todo son campos.

Cuando hablamos de un «campo» estamos hablando de «algo que toma un valor en cada punto del espacio». La temperatura de la atmósfera terrestre es un campo; en cada punto de la superficie terrestre (o a cualquier altura por encima de ella) el aire tiene una determinada temperatura. La densidad y la humedad de la atmósfera también son campos. Aunque no son campos fundamentales, sino simplemente características del propio aire. En cambio, el campo electromagnético, o el gravitatorio, se consideran fundamentales. No están compuestos de ninguna otra cosa, sino que son aquello de lo que el mundo está hecho.

Según la teoría cuántica de campos, absolutamente todas las cosas están formadas por un campo o por una combinación de campos. Lo que llamamos «partículas» son minúsculas vibraciones de esos campos. Aquí es donde entra en juego la parte «cuántica» de la teoría cuántica de campos. Podríamos hablar largo y tendido sobre la mecánica cuántica, quizá la idea más misteriosa que el ser humano se haya planteado jamás, pero lo único que necesitamos saber ahora es un hecho sencillo (aunque difícil de aceptar): el mundo tal y como se nos muestra cuando lo observamos es muy distinto de como es en realidad.

El físico John Wheeler propuso una vez un desafío: ¿cuál es la mejor explicación de la mecánica cuántica en un máximo de cinco palabras? En el mundo actual, es fácil recoger sugerencias para cualquier pregunta que permita una respuesta corta: basta con plantearla en Twitter. Cuando hice lo propio con la cuestión sobre la mecánica cuántica, la mejor respuesta fue: «No miramos ondas. Miramos: partículas». Eso es la mecánica cuántica en una sola línea.

Cada una de las partículas que contempla el Modelo Estándar es, en el fondo, una vibración de un campo determinado. Los fotones que transmiten el electromagnetismo son vibraciones del campo electromagnético que se extiende por el espacio. Los gravitones son vibraciones del campo gravitatorio, los gluones son vibraciones del campo gluónico, etcétera. Incluso los fermiones, las partículas de materia, son vibraciones de un campo subyacente. Existe un campo de electrones, un campo de quarks up, y en general un campo para cada tipo de partícula.

De la misma manera en que las ondas de sonido se propagan a través del aire, las vibraciones se propagan por los campos cuánticos, y las observamos como partículas. Hace un momento he dicho que las partículas con una masa pequeña ocupan más espacio que las que tienen una masa mayor. El motivo es que las partículas en realidad no son bolas de densidad uniforme, sino ondas cuánticas. Cada una tiene una longitud de onda, que nos da una idea aproximada de su tamaño, y que determina también su energía: hace falta más energía para tener una longitud de onda más corta, ya que la onda necesita entonces variar más rápidamente de un punto a otro. Y la masa, como Einstein nos explicó hace tiempo, no es más que una forma de energía. Así que una menor masa implica menos energía, que a su vez significa una mayor longitud de onda, lo que resulta en un tamaño mayor; y, en sentido contrario, una masa mayor significa más energía, que implica una menor longitud de onda, lo que da lugar a un tamaño menor. Todo esto tiene sentido una vez que lo analizamos por partes.

Lejos del cero

Los campos toman un valor en cada punto del espacio, y allí donde el espacio está completamente vacío ese valor es normalmente cero. Por «vacío» entendemos «tan vacío como puede estarlo», o, más concretamente, «con la menor energía posible». Según esta definición, campos como el gravitatorio o el electromagnético se mantienen en el cero allí donde el espacio está verdaderamente vacío. Cuando toman algún otro valor, transportan energía, y por lo tanto el espacio no está vacío. Todos los campos experimentan minúsculas vibraciones debidas a la indeterminación intrínseca a la mecánica cuántica, pero dichas vibraciones se producen alrededor de un valor medio, que suele ser cero.

El Higgs es diferente. Es un campo, igual que los demás, y puede tomar un valor nulo o distinto de cero. Pero no quiere ser cero: quiere tener un valor constante y no nulo en todo el Universo. El campo de Higgs tiene menos energía cuando es distinto de cero que cuando lo es. Por tanto, el espacio vacío está repleto de campo de Higgs: no de un conjunto complicado de vibraciones que representarían una serie de bosones de Higgs individuales, sino simplemente de un campo constante, que permanece tranquilamente en segundo plano. Es ese campo, siempre presente en cualquier punto del Universo, el que hace que las interacciones débiles sean como son y que los fermiones elementales tengan la masa que tienen. El bosón de Higgs , la partícula descubierta en el LHC, es una vibración de ese campo alrededor de su valor medio.

Una diferencia importante entre el campo de Higgs y el resto de campos es que su valor en reposo es distinto de cero. Todos los campos experimentan minúsculas vibraciones como consecuencia de la indeterminación intrínseca a la mecánica cuántica. Una vibración más grande se nos muestra como una partícula; en este caso, el bosón de Higgs. Como la partícula de Higgs es un bosón, da lugar a una fuerza de la naturaleza. Dos partículas con masa pueden cruzarse e interaccionar mediante el intercambio de bosones de Higgs, igual que dos partículas cargadas pueden interaccionar intercambiando fotones. Pero la fuerza del Higgs no es la que hace que las partículas tengan masa, y en general no es la causa última de todo el revuelo a su alrededor. El que hace que las partículas tengan masa es el campo de Higgs, que existe como medio a través del cual otras partículas se desplazan, y que afecta a sus propiedades cuando lo hacen.

Cuando nos movemos por el espacio, estamos rodeados por el campo de Higgs y nos desplazamos dentro de él. Como el proverbial pez en el agua, normalmente no lo notamos, pero es ese campo el que hace que el Modelo Estándar sea tan extraño.

Resumen

La idea del bosón de Higgs lleva asociada mucha Física profunda y complicada, pero, de momento, nos limitaremos a hacer un repaso general de cómo funciona el campo de Higgs y por qué es importante. Sin más dilación:

El mundo está compuesto por campos, sustancias que se extienden por todo el espacio y que notamos a través de sus vibraciones, que se nos muestran como partículas. El campo eléctrico y el campo gravitatorio pueden resultarnos familiares, pero, según la teoría cuántica de campos, incluso las partículas como los electrones o los quarks son en realidad vibraciones de ciertos tipos de campos. El bosón de Higgs es una vibración del campo de Higgs, de la misma manera en que un fotón de luz es una vibración del campo electromagnético.

 Las famosas cuatro fuerzas de la naturaleza surgen de sendas simetrías, cambios que podemos introducir en una situación sin alterar ningún detalle importante de lo que sucede. (A primera vista es cierto que no tiene mucho sentido que «un cambio que no implica ninguna diferencia» conduzca directamente a «una fuerza de la naturaleza»... pero esa es una de las desconcertantes ideas de la Física del siglo XX.)  Las simetrías a veces están ocultas, y son por tanto invisibles para nosotros. Los físicos suelen decir que las simetrías ocultas están «rotas», pero siguen estando ahí, en las leyes básicas de la Física. Lo único que sucede es que se esconden en el mundo directamente observable.

La fuerza nuclear débil, en particular, se basa en una determinada clase de simetría. Si dicha simetría no estuviese rota, sería imposible que las partículas elementales tuviesen masa. Todas se moverían de un lado a otro a la velocidad de la luz.  Pero la mayoría de las partículas elementales tienen masa, y no se mueven a la velocidad de la luz. Por lo tanto, la simetría de las interacciones débiles ha de estar rota.

 Cuando el espacio está completamente vacío, la mayoría de los campos están desconectados. Si un campo no es nulo en el espacio vacío, puede romper una simetría. En el caso de las interacciones débiles, eso es lo que hace el campo de Higgs. Sin él, el Universo sería un lugar completamente distinto.

Llegados a este punto, debería estar claro por qué León Lederman pensó que «partícula divina» era un nombre apropiado para el bosón de Higgs. Este bosón es la pieza oculta que explica el truco de magia con que el Universo nos obsequia al darles a las partículas masas distintas, haciendo así que la Física de partículas sea interesante. Sin el Higgs, la intrincada diversidad del Modelo Estándar se reduciría a una anodina colección de partículas casi idénticas, y todos los fermiones tendrían una masa prácticamente nula. No habría átomos, ni Química, ni vida tal y como la conocemos. El bosón de Higgs es en cierto sentido lo que le da vida al Universo. Si hay una partícula que merezca un nombre tan pomposo, no cabe duda de que esa es el bosón de Higgs. 

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                                                                                                                                                                            @ Javier de Lucas