LO QUE NO APRENDI EN LOS LIBROS
La mayoría de lo que sé lo aprendí en los libros. Pero hay otras muchas cosas que solo la vida te enseña. A pesar de todo, con el correr de los años sí puedo afirmar que he aprendido algunas cosas que considero de valor universal.
La primera es que esta vida —diga lo que diga la publicidad y prometan lo que prometan los políticos— es muy dura. Aunque nos veamos libres de pasar por grandes catástrofes como las guerras, las revoluciones, los terremotos o las pandemias (de momento), todos acabamos contemplando la enfermedad, la muerte y la infelicidad.
Yo he visto cómo uno de mis compañeros de la infancia se suicidaba —una realidad que su familia persiste en ocultar tras décadas— y otro perdía a un hijo pequeño tras una larga enfermedad y, a continuación, era abandonado por su esposa justo antes de que estallara la crisis del covid; he contemplado cómo seres queridos se deterioraban mentalmente hasta el punto de no reconocer a nadie; he vivido lo que es, de la noche a la mañana, que alguien muy cercano a ti caiga presa de una enfermedad desconocida y, en apariencia, sin tratamiento; he pasado por un divorcio y por separaciones afectivas aún más dolorosas y, por supuesto, la mesa de operaciones y el quirófano se han cruzado en mi existencia más de una vez.
También he saboreado lo que es contemplar cómo los que tanto me deben me pagaban con la ingratitud o la venganza o, para intentar causarme daño, represaliaban a inocentes cuya única culpa era la cercanía que tenían conmigo. Con todo, me consta que soy afortunado porque nunca he pasado hambre y, nunca he conocido la escasez. Por añadidura, y hasta donde yo sé, excepto la experiencia de un accidente de automóvil que pudo ser mortal y un ascenso al Annapurna que también pudo serlo, mi vida nunca ha atravesado por gran peligro. Con todo, si a la enfermedad y a la muerte añadimos los desengaños, las traiciones, las ingratitudes, las decepciones, las desilusiones, las represalias, los intentos de olvido y un largo etcétera, tenemos que concluir que esta existencia es muy dura aun sin guerras, revoluciones, hambrunas o desastres naturales. Asumámoslo y no caigamos en un autoengaño que sólo sirve para crear más frustración.
La segunda conclusión es que el ser humano, por su propia naturaleza, tiende al mal. Sé que resulta mucho más consolador asumir los presupuestos rousseaunianos de la bondad natural, pero basta simplemente con mirar alrededor. Es verdad que no son pocas las muestras de afecto, de bondad o de desinterés que se pueden hallar a lo largo de la vida, pero, de manera indudable, el ser humano tiende al mal. No pocas veces prefiere mentir y engañar a ser leal y sincero, prefiere someter a sus semejantes a vivir con ellos en un plano de igualdad; prefiere destruir y atacar a construir y colaborar; prefiere envidiar y denigrar a admirar e imitar; prefiere ser ingrato a reconocer con gratitud el bien recibido; prefiere las cadenas, del tipo que sean, al riesgo de vivir con libertad; prefiere encuadrar a los otros seres humaos en categorías fácilmente condenables a tomarse la molestia de conocerlos e intentar comprenderlos; prefiere crear barreras a construir puentes…, y así podría multiplicar los ejemplos. También esto tenemos que aceptarlo y asumirlo porque, una vez que lo entendamos, el resultado puede ser una grata paz y un notable sosiego por mucho que la vida nos muestre sus facetas más duras y amargas. No esperemos nada de los demás, ni siquiera de los que tendrían que manifestar continuamente su gratitud por todo lo que hemos hecho por ellos. Intentemos incluso comprender y compadecer las razones por las que se comportan de una manera que no pocas veces puede llegar a resultar vil y nuestra salud, física y mental se beneficiará de ello.
Seamos conscientes, en tercer lugar, de que no hemos venido para quedarnos. Cuesta trabajo asimilarlo y la prueba está en que la gente es reticente no sólo a aceptar la idea de la muerte —la única circunstancia que tenemos un cien por cien de posibilidades de pasar todos los seres humanos—, sino incluso la del envejecimiento, que suele ser el paso previo. Pero, guste o no aceptarlo, no hemos venido para quedarnos. Este mundo es tan sólo un lugar de paso y un día nos marcharemos dejando tras de nosotros unos restos físicos y unos recuerdos que el paso del tiempo disipará con inaudita rapidez. Aceptemos esta realidad y nuestra perspectiva de la existencia cambiará a mejor.
En cuarto lugar, precisamente por lo innegablemente efímero de nuestra vida, vivámosla construyendo para el futuro. Todo pasa, también nosotros. No he podido aceptar nunca la conducta de esos padres —o de esos políticos— que piensan sólo en el presente y que no están ansiosos por ceder cuanto antes el testigo a sus hijos. Por nada del mundo desearía formar parte de ese grupo de viejos avariciosos que retienen en sus manos los haberes, que toman sus decisiones pensando fundamentalmente en ellos y que además coleccionan un listado de las ingratitudes, reales o supuestas, de sus vástagos. Por el contrario, yo espero no tener nada cuando llegue el momento de la muerte por la sencilla razón de que todo habrá pasado ya a quienes vengan después de mí. Es lógico que así sea porque no he combatido nunca por un presente mejor sino por un mañana distinto en el que puedan vivir un mundo superior a aquel que yo encontré.
Recordemos, en quinto lugar, que, a pesar de todo, de la natural caída del ser humano tanto en su calidad de individuo como de género, de la maldad nada difícil de descubrir, ocasionalmente en este mundo nos es dado el contemplar retazos de una justicia universal y cósmica. Es verdad que los tiranos tardan en caer mucho más de lo que desearíamos; es cierto que cuando lo hacen ya han dañado, no pocas veces de forma irreparable, innumerables existencias, pero, al fin y a la postre, el mal, la violencia o la injusticia acaban siendo derrotados. La Cancillería de Hitler convertida en un montón de ruinas o la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética son tan sólo algunas de las muestras de esa justicia cósmica que nos ha sido dado ver en las últimas décadas. La Historia las contiene por decenas.
En sexto lugar, ejerzamos el perdón. Son muy pocas las conductas que separan al ser humano de otras criaturas. Sin embargo, nosotros como individuos sí podemos ejercitarlo en la convicción de que constituirá una terapia para no pocos de los males psicológicos —quizá incluso físicos— que nos aquejan. Personalmente, yo he perdonado —y no guardo rencor alguno hacia ellos— a todos los que me han mentido, a todos los que han sido ingratos, todos los que han hecho todo lo posible por dañarme, a todos los que me han calumniado, a todos los que me han agredido, a todos los que me han robado física o intelectualmente y a todos los que han pretendido causarme e incluso me han causado cualquier tipo de mal.
Finalmente, en último lugar, preparémonos para salir de este mundo. Nos espera el vacío y más vale que estemos dispuestos a entrar en él. No sé con absoluta certeza que cuando haya de cruzar el umbral de la muerte lo haré con tranquilidad, con sosiego y serenidad. No lo sé, espero que sí, pero habrá que verlo.
© 2020 JAVIER DE LUCAS
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