MUJER y CIENCIA

 

La escasa proporción de mujeres que han obtenido el Premio Nobel de Medicina, Física o Química desde su creación es sorprendente: ¡solamente veintidós mujeres de cerca de seiscientos galardonados, es decir, el 3,6 %! ¿Cómo explicar esta enorme disparidad?

Es cierto que las universidades de la primera mitad del siglo XX todavía eran esencialmente frecuentadas por hombres. En Estados Unidos, hasta 1971, la ley antinepotismo prohibía a las mujeres casadas trabajar en las mismas universidades que sus parejas. Para saltarse esta regla, la física Maria Goeppert-Mayer trabajó como profesora voluntaria hasta que recibió el Premio Nobel. Gerti Cori fue una simple asistente en el laboratorio donde trabajaba a partes iguales con su marido. Las que se quedaron solteras recibían pesadas cargas de enseñanza que les dejaban poco tiempo para la investigación. En Europa, la posición de las mujeres de ciencia, al menos durante los primeros decenios que siguieron a la creación del Premio Nobel, no era mejor; tenían que superar múltiples obstáculos para recibir una educación superior, acceder a las mejores instituciones y obtener puestos de responsabilidad correspondientes a su nivel de competencias. Marie Curie y su hermana mayor tuvieron que abandonar su Polonia natal para poder acceder a una universidad. El combate más duro que emprendieron las diez mujeres que recibieron el Premio Nobel antes del siglo XXI fue, sin duda, la lucha por sobrevivir científicamente a la misoginia, a veces violenta, oficial y legalizada, socialmente admitida y banalizada.

Durante la segunda mitad del siglo XX, la sociedad ha evolucionado, las leyes sobre la educación han establecido la paridad y la situación de las mujeres ha mejorado considerablemente. Sin embargo, desde 1970, el aumento notable del número de mujeres en el sector científico todavía no refleja las atribuciones del Nobel, «lo cual tiende a confirmar la existencia de un sesgo», observaba en 2010 la estadística americana Stephanie Kovalchik. Esta disparidad persistente se explica en parte por el plazo necesario entre la publicación de un descubrimiento importante y su reconocimiento por la comunidad científica internacional; después, es necesario que el candidato o candidata sea propuesto por sus pares a los miembros del jurado del Nobel, y las mujeres, contrariamente a sus colegas masculinos, todavía no han constituido una red funcional eficaz para valorizarse. La evolución de nuestras sociedades actuales permite suponer que este «sesgo» está desapareciendo: se han constatado esfuerzos notables de los comités del Nobel para llenar el foso de los géneros, con la atribución del premio a siete científicas de sexo femenino desde 2004. Sin embargo, hay que señalar que este proceso es lento, puesto que, en 2015, se premió a seis hombres y a una sola mujer en medicina, física y química, y en las demás categorías solo se encuentra otra mujer, la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Alexievitch, que recibió el premio de Literatura.

A pesar de los avances notables que se han realizado en numerosos países en materia de guarderías y el establecimiento de sistemas para cuidar a los niños, no se puede silenciar el tema de la maternidad y la educación de los hijos. La ciencia va deprisa y, para mantenerse en la carrera, las mujeres que quieren dedicar un poco de tiempo a su progenie a menudo están en clara desventaja con respecto a sus colegas masculinos, en general muy disponibles para sus actividades profesionales (excepto en algunos países del norte de Europa donde la distribución de las cargas familiares es más igualitaria).

Si bien los discursos abiertamente sexistas han disminuido, las teorías de la predisposición genética de los chicos para la Física y otras «ciencias puras» no han desaparecido por completo, en especial en América del Norte, donde algunos psicólogos de renombre afirman que los hombres y las mujeres no tienen los mismos esquemas cognitivos. Según varios investigadores en educación, este estereotipo social es tenaz y, a menudo, es interiorizado por las niñas, que se imponen una autocensura y renuncian a integrarse en el sector científico hacia el que se sentirían atraídas. Actualmente, el dogma del determinismo biológico que afirma que existen algunas diferencias de aptitud entre los sexos se cuestiona totalmente: ningún argumento sólido permite afirmar, en el momento actual, que existe una relación entre la fisiología de una mujer y sus capacidades para alcanzar un nivel extremo de competencia en los ámbitos científicos.

Muy al contrario, los avances de la neurofisiología, en especial el desarrollo de la RM (resonancia magnética), han puesto en evidencia la extraordinaria plasticidad del cerebro y han revelado que las conexiones cerebrales se modifican permanentemente mediante las interacciones con el entorno. Catherine Vidal, directora de investigación del Instituto Pasteur, dice que, «en la edad adulta, tenemos mil billones de conexiones en el cerebro, pero solamente el 10 % de estas conexiones están presentes en el nacimiento, el 90 % restante se fabrican más tarde» y, según Laurent Cohen, investigador de neurología del Instituto del Cerebro y la Médula Espinal (ICM): «Cuando la RM encuentra una diferencia entre el cerebro de un hombre y el de una mujer, es imposible saber si esta diferencia es innata o adquirida».

Pero hay que rendirse a la evidencia, los prejuicios son muy resistentes, como indica un sondeo publicado en la revista Le Point, que revela que dos tercios de los europeos, sorprendentemente casi tantas mujeres (66 %) como hombres (67 %), consideran que las mujeres no tienen las capacidades para «ser científicas de alto nivel»; los alemanes son los que están más convencidos de esto (71 %). ¡La misma encuesta nos dice que el 63 % de las personas encuestadas desean que la situación evolucione y que, en el futuro, haya «tantas mujeres como hombres» que reciban el Premio Nobel! Por otra parte, la minimización de las contribuciones de las mujeres en las ciencias se ha teorizado; es el «efecto Matilda», nombre dado por una historiadora de las ciencias norteamericana, Margaret Rossiter, a la negación o la minimización sistemática de la contribución de las mujeres a la investigación, cuyo trabajo a menudo se atribuye a sus colegas masculinos (Matilda Joslyn Gage, militante por los derechos de las mujeres a finales del siglo XIX, observó por primera vez este fenómeno). El efecto Matilda tiene relación con el efecto Matthieu, que muestra que los trabajos de científicos de prestigio a menudo se valoran más que los de investigadores relativamente desconocidos, aunque su trabajo sea similar.

No podemos terminar sin una alusión a los hombres y mujeres que son miembros del comité Nobel. Imaginamos sus rostros graves, sus conversaciones ante esos expedientes cuidadosamente seleccionados entre las candidaturas propuestas por los colegas del mundo entero. Adivinamos sus reflexiones, «demasiado joven», «demasiado viejo», «no lo bastante reconocido», «inseguro», «poco impacto»… y las veces que han dicho: «Pero ¡es una mujer…!». ¿En cuántas ocasiones esta reflexión se ha tenido en cuenta, unas veces para descartar una candidata y otras para aceptarla? No cabe duda de que el proceso de selección, que quizá ha tenido en cuenta el género aunque no se haya hablado de ello, se basa ante todo en la ciencia.

Ahora bien, la ciencia necesita criterios tangibles, objetivos, y no hay nada más cómodo que basarse en el reconocimiento de los expertos observando las publicaciones en revistas de prestigio. No hay nada más perverso, porque estos mismos jurados, miembros de los comités editoriales, pueden ser sensibles a las modas y ceder a las presiones de todo tipo, a veces políticas o financieras. Un ejemplo de error manifiesto de atribución del premio es el caso tristemente famoso de Fritz Haber, químico procedente de la pequeña burguesía judía alemana que recibió en 1918 el Nobel de Química por sus trabajos sobre la síntesis del amoníaco, cuando era buscado como criminal de guerra por la preparación, en 1915, de los procedimientos de gas tóxico responsables de varios miles de muertes.

El sistema de la comitología gestiona la ciencia, la selecciona y la juzga, en suma, la dirige. Sin embargo, se necesita una gran fuerza de carácter y una exigencia de método para sustraerse a este flujo director. Si bien está permitido pensar que las mujeres no han sido consideradas con toda la imparcialidad debida y que los jurados del Nobel han tenido que arriesgarse y tomar conciencia de ello para reconocerlo, también se constata que han sido capaces, a este respecto, de arriesgarse más: muy recientemente, prescindieron, para su selección, del número y la calidad de las revistas en las que la ciencia se publica para considerar solamente sus consecuencias, estableciendo nuevos criterios de selección con el riesgo de desconcertar a la comunidad de científicos. Sin editoriales en las famosas revistas Nature o Science, sin referencias en estas grandes revistas con miles de lectores asiduos y exigentes, uno de los últimos Nobel de Medicina se concedió no solamente a una mujer, sino a una mujer que publicó poco, en revistas mediocres y confidenciales y, para colmo, chinas. Con este colofón fuera de los caminos habituales, los miembros del comité Nobel dejan entrever nuevos horizontes y muestran hasta qué punto puede ser importante centrarse en los resultados en lugar de en la apariencia de los que los presentan.

                                                                                                                                  © 2020 JAVIER DE LUCAS

 

 

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                                                                                                                                         © Javier de Lucas